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El verdugo

La multitud agolpada en el mercado acusa al niño. Es lo fácil, piensa el verdugo observando impasible la escena. Es lo seguro. Mientras el culpable sea otro, ellos no corren peligro. Todos, al unísono, lo señalan con el dedo. El ladrón es él, gritan. Ha sido él, repiten voces graves y agudas que se solapan las unas con las otras.

El verdugo no duda. El populacho acierta incluso cuando se equivoca, se dice. Él es un tipo sin compasión ni miramientos. Ha de serlo, no le queda otro remedio, se convence. Hizo una promesa y la cumplirá, por encima de todo y de todos. Así que ahora observa al muchacho que implora mirando hacia arriba con ojos temerosos, suplicantes. Piden perdón, clemencia. Piden justicia.

El joven niega con la cabeza y hace gestos mostrando las palmas de las manos. No he sido yo, chilla desconsolado. Llora y se agita, trata de escapar. Pero apenas se le oye entre la multitud sedienta de sangre que lo agarra para que no huya. Lo juro, repite con voz quebrada el joven, lívido el rostro de puro terror.

El verdugo retuerce el gesto en una mueca de desprecio. El muchacho parece decir la verdad, es cierto. Sin embargo, piensa, tampoco fue él el culpable de aquello. Y aun así, tuvo que asumir un castigo injusto. Pagó caro por un delito que no había cometido, se dice meneando la cabeza y apretando los puños. Que paguen ahora los demás.

Los gritos de mujeres, hombres, ancianos y niños no cesan. ¡Castigo! 1Castigo! 1Castigo! Gritan enloquecidos. Alzan los puños y zarandean al muchacho. ¡Castigo! ¡Castigo! ¡Castigo! El verdugo sabe que no quedarán saciados hasta que alguien, culpable o no, pague por el robo. Nada les importa que se trate tan solo de un niño inocente. Por eso, el verdugo resuelve no demorar más la ejecución.

Suspira. Se lleva su mano derecha a la cadera izquierda y desenvaina su reluciente hoja de doble filo. El destello del arma es suficiente para que las manos que aferraban con fuerza al muchacho desaparezcan de súbito. Todos callan ahora. Cobardes, masculla el verdugo. Bajo su espada tan solo queda súplica, temblor, sollozo. Y un charco de orina que va creciendo y que huele a terror y muerte. Y a injusticia. El chico llora, suplica, patalea, se arrastra. Pero nada puede hacer. Nada. Él lo sabe. Todos lo saben. El verdugo alza la espada para cercenar la vida del joven inocente y cometer así otra injusticia. Otra más. Yo tampoco lo hice, musita justo antes asestar la estocada asesina. Yo tampoco.

 

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  1. ionharker
    abril 17, 2013 a las 6:52

    ¡Es una bruuuujaaaa! 😉

  1. noviembre 10, 2016 a las 11:37

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