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La carretera

Juan sujetaba el volante con ambas manos. Aferrándolo con firmeza, miraba al frente entrecerrando los ojos e inclinándose hacia la luna delantera. Intentaba ver a través de la trémula muralla de agua que se instalaba frente a él. Los limpiaparabrisas se balanceaban de un lado a otro a un ritmo frenético, pero no eran lo bastante rápidos como para permitirle ver con claridad. Con cada sacudida emitían un agudo chirrido y arrancaban de cuajo las gruesas gotas de agua que anegaban el cristal. Tras ellas, las luces del automóvil mostraban la porción de carretera más inmediata. Y más allá, oscuridad. La más absoluta y densa oscuridad.

Estremeciéndose por culpa de otro espeluznante trueno, Juan desplazó su mano y pulsó el botón de la radio. Le vendría bien distraerse para hacer más ameno el viaje. Aún le quedaban cincuenta kilómetros hasta su casa, y con la que estaba cayendo eso significaba un buen rato. Pisar el acelerador bajo esas circunstancias no era precisamente prudente. Y menos a esas horas.

Una voz grave emergió de los altavoces. Dejaba unos silenciosos segundos entre una palabra y otra. Sin duda, pensó Juan, era un locutor veterano. Subió el volumen. … ha afirmado esta mañana que solo dará ayudas a España si Rajoy pone en marcha más medidas de austeridad. La canciller alemana, Angela Merkel,… Juan arrugó la frente. Era lo mismo de siempre. Estaba cansado de oír la misma historia repetida un millón de veces. Sacudiendo la cabeza volvió a presionar el botón con su dedo, buscando otra emisora. Durante unos segundos, toda una serie de sonidos agudos, graves y estridentes taladraron su oído. Por fin, la señal se estabilizó.

Ahora la voz era femenina y melodiosa. Juan aguzó el oído. … una cifra récord en nuestro país. Nunca antes se había llegado a tener a casi seis millones de personas desempleadas… Juan chasqueó la lengua y maldijo por lo bajo, sin percatarse de que estaba solo y podía quejarse tan alto como quisiera. ¿Es que no existía manera de desconectar? Exhaló un lento suspiro. Maldita crisis. Lo intentaría una vez más, solo una. Si no encontraba algo entretenido que no hablara de lo de siempre, apagaría la radio. Según parecía, los truenos y relámpagos no eran tan malos compañeros, después de todo.

Otra retahíla de interferencias acompañó a la tercera búsqueda de emisora. Mientras la batahola penetraba en sus oídos, Juan se acercó un poco más a la luna delantera del coche. Su cabeza estaba casi a la altura del volante, y tenía la impresión de que su trasero se despegaría del asiento de un momento a otro. Abriendo y cerrando los ojos, trataba de ver la carretera. Pero cada vez resultaba más complicado. Las gotas golpeaban el cristal con furia, y los rápidos bamboleos de los limpiaparabrisas eran inútiles. El pie derecho de Juan presionó el freno, reduciendo ostensiblemente la velocidad del vehículo. La situación se había puesto peligrosa. Era mejor ir con cuidado.

Por fin, la radio sintonizó una emisora. Al mismo tiempo, el chaparrón comenzó a cesar. Aún llovía un poco, pero eran gotas ligeras y débiles. Juan se recostó en su asiento y suspiró. Demonios, pensó, por un momento se había preocupado. Durante los cinco meses que llevaba en aquel nuevo trabajo, nunca antes había padecido un temporal semejante. Encogiéndose de hombros, pensó que alguna vez le tenía que tocar. Y el destino había planeado que fuera aquella noche.

Pero todo parecía haber pasado. No solo había dejado de caer el diluvio universal, sino que además los altavoces del coche emitían ahora una melodía que conocía muy bien. Juan comenzó a cabecear al son de la música. Esbozó una sonrisa de satisfacción. Le encantaba aquella canción. Evocando aquellos días de adolescencia en que escuchaba aquella melodía todos los días, se dejó llevar y comenzó a cantar. Por fin algo de alegría para el cuerpo. El viaje estaba resultando ser más incómodo de lo habitual, pero todo parecía haber vuelto a la normalidad. Ya no había mares de agua que le impidieran ver la carretera, y además nadie le machacaría con aquella interminable y omnipresente crisis.

Sin embargo, la alegría no duró mucho. Al mismo tiempo que la radio perdía otra vez la señal, una densa y espesa niebla empezó a rodear el coche. Conforme el vehículo avanzaba, el paisaje se tornaba más y más denso e inescrutable. Juan frunció el ceño y volvió a presionar ligeramente el freno. Se acercó de nuevo a la luna delantera. Aquello no era normal. Llevaba cinco meses recorriendo el mismo trayecto con su vehículo, y nunca antes se había topado con tantos contratiempos. Y para colmo, aquella niebla era cada vez más alarmante. Tenía la sensación de estar adentrándose en una nube gigante de algodón. Bajó su mirada y observó que apenas distinguía ya la línea discontinua que separaba los dos carriles de la calzada. Además, el retrovisor le indicó que lo mismo sucedía por detrás. Todo era niebla. Se le aceleró el corazón. Cualquier cosa podía interponerse en su camino, ya fuera un coche, un camión, un animal o una persona. Y si aquello sucedía, no vería nada. Existía un riesgo alto de tener un accidente.

El coche avanzaba lento e inseguro. Juan notaba la humedad de la niebla penetrando en el vehículo. De algún modo, aquella espesa sábana blanca que lo cubría todo estaba logrando colarse en pequeñas porciones por algún resquicio del automóvil. La humedad llegó hasta Juan y comenzó penetrar en lo más hondo de sus huesos. Con un escalofrío que recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica, Juan cambió varias veces las luces, pero ninguna servía para ver más allá de tres metros. No había manera de escapar de aquella niebla.

De súbito, Juan giró bruscamente su cabeza. Le había parecido oír un extraño sonido. Permaneció quieto, inmóvil. Aquel ruido, o lo que demonios fuera, solo podía venir de un sitio. Acercó el oído al altavoz de su izquierda. Un pitido, bajo pero muy agudo, salía de aquel aparato. Pero no era solo eso lo que había llamado su atención; había algo más. Cerró los ojos y suspiró. Tratando de relajarse al máximo, guardó silencio y aguzó el oído todo lo que pudo. Un susurro, una respiración suave que le cosquilleaba en el oído parecía perdida en alguna parte detrás de aquel agudo pitido.

Juan se apartó del altavoz dando un respingo. El corazón le latía con fuerza. ¿Qué demonios estaba pasando? Se estaba poniendo realmente nervioso. El temporal de lluvia, aunque no era habitual, entraba dentro de lo posible. Y lo mismo sucedía con las interferencias de la radio. Pero, ¿era normal una niebla tan espesa como aquélla? ¿Había sido real aquella respiración que había notado acariciar su oreja a través del altavoz?

Llenó sus pulmones de aire y los vació lentamente. Se estaba poniendo demasiado nervioso, tenía que calmarse. Era posible que la niebla fuera algo extraordinario, sí, pero no tenía por qué ser algo sobrenatural. Que él nunca hubiera visto un fenómeno como aquél no significaba que no pudiera producirse. Y en cuanto a aquella respiración que había oído e incluso sentido en su oreja… Bueno, tal vez era simple sugestión. Se acordaba de cuando era pequeño y pasaba miedo en su cama. Solía pensar que había espíritus en su habitación, y se lo creía con tanta fe que incluso llegaba a notar cómo le rozaban. Lo pasaba realmente mal, hasta que un día se percató de que se trataba tan solo de su imaginación. Juan sacudió la cabeza. Pues claro que era eso. Lo excepcional de la situación le había llevado a sentir cosas que en realidad no existían. Pura sugestión, nada más.

Con un gesto mucho más sereno, Juan resolvió que subiría el volumen. Unos simples pitidos no le asustarían. Sí, iba a comprobar que había sido él quien había sentido cosas que no existían. De modo que, sin apartar su mirada de la espesa niebla que todo lo cubría, los dedos índice y pulgar de su mano derecha sujetaron la pequeña rueda del volumen. Muy despacio, como a cámara lenta, giraron el botón hacia la derecha. El pitido fue haciéndose más y más audible, hasta transformarse en un ruido desagradable, estridente y ensordecedor. Juan arrugó el gesto. Aguantando el tipo, esperó unos instantes para cerciorarse de que lo que había escuchado antes no existía. Tras unos segundos soportando aquel agudo pitido que le taladraba el oído, Juan se convenció de que en ocasiones era mejor que no se fiara de sí mismo. Convencido de su extraña locura, decidió que ya había tenido suficiente. Pero cuando sus dedos iban a volver a actuar para que la paz reinase de nuevo en el interior del vehículo, algo pasó.

Una voz aguda se abrió paso entre el ruido de las interferencias. Con la boca abierta y completamente paralizado, Juan aguzó el oído. So… co… rro… El corazón le dio un vuelco. Parecía la voz de un niño. Juan se preguntaba si se trataba otra vez de su imaginación. Ojalá lo fuera, pensó. Sin embargo, obtuvo la respuesta de inmediato. Otras dos, tres, cinco voces se unieron a la primera y entonaron juntas la letanía. So… co… rro… So… co… rro… Juan contuvo la respiración sin ser consciente de que lo hacía. Había algo desesperado y agónico en aquellas voces. Parecían estar encerradas en algún macabro lugar, sin esperanza, sin vida, sin aliento. Como si estuvieran ahogándose bajo el agua pero aún pudieran hablar y hacerse oír de alguna manera. Juan cogió aire al percatarse de que había dejado de respirar hacía unos segundos. Tenía los pelos de punta y varias gotas de sudor comenzaban a brotar de su frente. Sin embargo, no apagaba la radio. Estaba quieto, paralizado, tenso. Era una estatua con vida. Pero quería saber más.

Se pasó el dorso de la mano por la frente y lo retiró empapado de sudor. Las voces de auxilio que en un principio parecían lejanas y distantes fueron acercándose más y más. Eran agudas y desesperadas; parecían niños suplicándole ayuda. Pero había algo que parecía impedirles chillar con todas sus fuerzas. Las voces se reproducían en el interior del coche como si éste tuviera decenas de altavoces instalados. Y todas repetían lo mismo sin cesar, con voz agónica y suplicante, una y otra vez: so… co… rro… so… co… rro…

El volumen continuaba subiendo, pero Juan no había tocado el aparato de radio. Meneó la cabeza, confuso y asustado. Respiraba con fuerza. Era increíble, pero tenía que admitirlo: había algo allí, y no era su imaginación. Eran las voces de unos niños encerrados en algún lugar. Se oían cada vez más alto. So… co… rro…, So… co… rro…, So… co… rro… Juan se llevó las manos a la cabeza y resopló mientras el vehículo avanzaba despacio entre la niebla. Nadie conducía en aquel preciso instante, pero no le importaba. Aquello era insoportable, y ya había tenido suficiente. Tenía que hacer algo, o iba a volverse loco de remate. Iba a acercar su dedo al transistor, pero su mano se detuvo a mitad de camino. Un sudor frío recorrió su espalda.

Porque al mirar al aparato se percató de que estaba apagado. Con las manos en la cabeza, miró a la radio de hito en hito y con gesto desencajado. ¿Desde cuándo llevaba apagado? ¡No! -chilló-. ¡Noooo! Respiraba de forma agitada, como un fuelle a pleno rendimiento. Parecía haber corrido una maratón. Sudaba profusamente y apenas era capaz de respirar. Y sin embargo, había estado todo el tiempo sentado.

Las voces continuaban. Agudas, chirriantes, macabras. Implacables. So… co… rro… Eran muchas; decenas de ellas. Niños y niñas sufriendo, agonizando, pidiendo auxilio. Inundaban el vehículo. Juan se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos. No aguantaba más. Aquello era una locura. Iba a bajarse del coche allí mismo. No le importaban la niebla, el tráfico, ni cualquier otro peligro. Ya se las apañaría. Sería mejor bajarse que soportar aquella tortura. Su pie derecho presionó la palanca del freno, pero éste no se movió. Apretando los dientes, Juan volvió a pisar la palanca con todas sus fuerzas, pero continuó sin conseguir nada. ¡Joder! -chilló, golpeando el volante con el puño cerrado-. ¡Joder! ¡Joder! ¡Jodeeeeer! Mientras gritaba, pisaba el freno como un poseso, propinándole violentos pisotones y patadas. Pero no conseguía nada. Derrotado, se recostó en el asiento con las manos en la cabeza y la respiración agitada. Era imposible.

Pero no iba a rendirse. Suspirando, pensó que su única alternativa era salir de aquel infierno como fuera. Era mejor lanzarse a la carretera con el vehículo en marcha que aguantar allí dentro un segundo más con aquellas macabras voces.  Su mano izquierda sujetó la manilla y tiró de ella. Nada. Con las dos manos y echando su cuerpo hacia atrás, Juan apretó los dientes tiró con todas sus fuerzas, pero continuaba sin suceder nada. La puerta estaba atascada. ¡Mierda! -dijo, propinando un violento puñetazo a la puerta-. Una lágrima comenzó a resbalar por su mejilla derecha. ¡Mierdaaa! -repitió, desesperado-. ¿Qué iba a hacer ahora?

Las voces de auxilio continuaban corroyéndolo y enloqueciéndolo. So… co… rro… ¡Joder! -volvió a chillar, ahora agachado y con las manos agitando su pelo-. No podía creerlo. Estaba encerrado en su coche, rodeado de la niebla más densa que había visto jamás y escuchando por todas partes unas macabras voces infantiles que no paraban de atormentarle. Sudaba a chorros y el corazón le latía a mil. Temblando como dos trozos de gelatina, sus manos volvieron a sujetar el volante. Sus rostro estaba lívido, y sendas lágrimas descendían despacio como volutas por sus mejillas. Apenas pestañeaba, y su boca dibujaba una línea fina y recta. Se acabó, pensó. Era el fin. Se acabó.

Y de pronto, su gesto cambió. Un extraño brillo apareció en sus ojos, y una escalofriante sonrisa se dibujó en su rostro. Ja,ja,ja… -comenzó a reír, con la boca entornada y mirando al frente-.Su cuerpo se sacudía ligeramente ¡Ja,ja,ja,ja,ja! ¡Jaaa,ja,ja,ja,ja! Juan reía ahora a carcajadas, levantando la cabeza y abriendo la boca de par en par. So… co… rro… continuaban las voces. Pero Juan seguía riendo, y su cuerpo se sacudía de forma espasmódica con cada una de sus estentóreas carcajadas.

Su pie derecho pisó el acelerador, y de inmediato el coche se propulsó a toda velocidad. Otra sonora carcajada brotó de los pulmones de Juan, emergiendo por su boca. ¡Ja,ja,ja! Resultaba que aquello sí funcionaba. Ni el freno ni la puerta lo hacían. En cambio, el acelerador sí. ¡Ja,ja,ja! -volvió a reír-. Sus ojos parecían salírsele de las órbitas, y su boca permanecía abierta, componiendo un gesto retorcido y perturbador. Jadeaba con fuerza y miraba al frente sin pestañear. Estaba fuera de sí.

Juan presionó el acelerador con todas sus fuerzas. El rugido del motor apagó por un momento las incesantes voces de los niños. ¡Ya no os oigo!-chilló, con una tenebrosa sonrisa en la cara-.¡Ja,ja,ja,ja,ja! ¡No os oigooooooo! Al tiempo que decía esto, pisó el acelerador por última vez. Y cuando dejó de hacerlo, el vehículo se precipitó.

En mitad de la niebla, una última y sonora carcajada resquebrajó la quietud nocturna.

Y después, silencio.

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  1. noviembre 19, 2012 a las 14:59

    Jode tío, dedícate a ésto, porque está muy bien. En serio.

  2. noviembre 20, 2012 a las 8:39

    ¡Está increible! Me ha mantenido en vilo y durante todo el relato he estado pensando: «¿cómo acabará?…»

  1. enero 21, 2018 a las 21:49

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